En ocasiones olvidamos que somos instrumentos de Dios y por más que la gente aplauda o admire, quien debe tener el primer y único lugar especial es el dueño de la obra.
No sólo basta escuchar el discurso, lo que realmente es indispensable es ponerlo en práctica. Al discípulo de Dios se le exige cambios puntuales en su vida con todo lo que ésto implica.